Con el paso de los años, el cansancio y las renuncias, acepto.
Acepto la familia que no tengo,
acepto mi condena, que es solo mía.
Acepto la necesidad del distanciamiento,
lo que no se dijo, lo no expresado,
el individualismo hiriente y desnortado.
Acepto como no, la enfermedad, y la lucha que nos queda.
En realidad solo quería lo que no tuve,
y también esto lo acepto,
porque no tengo hermanos ni primos, ni tíos...ni abuelos que conociera,
una familia donde reinara el amor pese a todo.
"El miedo, el enfado... y cierta dosis de odio son normales en una familia".
¿En serio? Tal vez, por tanto todo lo resumo en una frase,
acepto toda la mierda que me ha caído encima,
acepto que me cubriré con ella y, por Dios,
acepto la renuncia, si yo mandaba,
acepto incluso eso.
domingo, 24 de diciembre de 2017
jueves, 14 de diciembre de 2017
El Marqués
El marqués de mi relato lo era por cuna, posición y poder, de aquellos de principio del siglo XX que ejercían y se hacían notar. ( Conozco alguno por apelativo irónico, pero este no es el caso. )
Tenía dinero, tierras, posición social y económica... un título nobiliario que aún se conserva, de solera.
Sin embargo, el Marqués vivía solo.
Habitaba un gran mansión, atendida por un amplio servicio y es de imaginar que, siguiendo las costumbres de la época, sus necesidades mas vitales y primarias estuvieran sobradamente atendidas y satisfechas. Pero vivía solo.
Mi padre lo trataba con cierta asiduidad. Se encontraban en sus largos paseos, cada uno arrastrando su personal historia y supongo que ciertas afinidades humanas les acercaban en conversaciones que luego, mas adelante, yo escucharía con sorpresa y desconcierto. En mi mente juvenil no entraba como razonable que aquel ser humano cargado de todos sus adornos mundanos, pudiera no solo vivir, sino sentirse terriblemente solo.
Según decía, lo que mas deseaba en el mundo era sentarse en una mesa rodeado de seres queridos, repetir en su propia casa lo que veía cada atardecer en las cocinas levemente iluminadas de aquellos pobres campesinos cuyo sustento dependía de él mismo. Les observaba semioculto entre las sombras, callado y triste, anhelando aquel calor familiar, aquellas risas distendidas y aquella humilde cena compartida. No suspiraba por la comida, naturalmente, quería aquel amor.
Así se lo contaba a mi padre, y así me lo contó mi padre a mi muchos años después, cuando ya no vivía aquel marqués solitario. Su historia salía a menudo en las sobremesas familiares que eran una constante en mi casa, y siempre se le mencionaba con un aire de sorpresa, deseando que no se repitieran aquellas sensaciones en nuestra propia vida, que ya era complicada, y como una demostración palmaria de lo que sería deseable en un hogar.
Con el paso de los años, sigo recordando al Marqués que nunca conocí, pero al que recurro en mi memoria mas veces de las que desearía, para ser muy consciente que, curiosamente, ni mi padre ni yo fuimos capaces de aprender de aquella solitaria vida. Ni mi padre tuvo la familia que quiso tener, ni yo misma he sido capaz de dejar atrás los fantasmas de uno y otro y construir ese calor familiar que en el siglo pasado tanto deseaba aquel hombre sencillo.
Y con el paso de los años, el cansancio y las renuncias, acepto.
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