El Carnaval no es mi fiesta, vaya por delante que no me gusta demasiado, ni de niña, las máscaras me daban terror; así crecí y así sigo. Con los años y los hijos, y la recuperación del evento como algo cultural propio de ciertas zonas de España, no me quedó otro remedio que rodearme de disfraces infantiles, alguna vez incluso de adulto, y participar con poca gana y menos entusiasmo.
La parte gastronómica es otra cosa. Nacida en una comunidad autónoma y residente desde hace años en otra, la mezcla culinaria de mi casa es variopinta y muy sabrosa, lo cual disfrutamos toda la familia, yo incluida, y aquí sí, sin reparos de ningún tipo.
Esta es sin duda una fecha irreverente, donde casi todo cabe y donde todo es excesivo. Y llegados a este punto, tengo que decir que SÍ hay un Carnaval que me gusta, un Carnaval que dejó mi memoria grabada, mi corazón enamorado y mis hojos abiertos a la estética en grado superlativo.
Como ciudad no cabe duda alguna que es especial y cualquier cosa que se diga al respecto resultaría redundante. Pero en estas fechas, tiene al añadido de sus máscaras paseando canales y calles, mostrando al mundo la belleza transformada en todo su esplendor.
Las fiestas son privadísimas y solo se accede por rigurosa invitación, pero las calles... las calles de Venecia en carnaval son la expresión máxima del color y la tradición.
Disfraces elaborados con esmero, con diseños y telas extraordinarios y la conciencia de saberse mirados, fotografiados, admirados, los disfrazados no solo pasean, actúan su vestimenta y posan para el visitante, se dejan acariciar por los ojos de los sorprendidos, que como yo, no dan crédito a lo que ven, transportados por unos días a otras épocas....
...a otros mundos.
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